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Papa Francisco y la tendencia de nuestro tiempo

La tendencia de nuestro tiempo consiste en catalogación de todo lo que existe para conservarlo eternamente. El Banco Mundial de Semillas de Svalbard y Parque Jurásico de Spielberg, Facebook y La sociedad del espectáculo de Guy Debord, todos responden a la necesidad de afirmar la esclerotización de lo vivido, la temporalidad artificiosa del eterno presente, «la falsa conciencia del tiempo […] com parálisis de la historia y de la memoria» (este es el “espectáculo” según Debord).

También la encíclica Laudato si’ del Papa Francisco está afectada por este clima intelectual, tanto es así que la ansiedad de catalogación se desprende claramente de los primeros capítulos:

«Cada año desaparecen miles de especies vegetales y animales que ya no podremos conocer, que nuestros hijos ya no podrán ver, perdidas para siempre. La inmensa mayoría se extinguen por razones que tienen que ver con alguna acción humana. Por nuestra causa, miles de especies ya no darán gloria a Dios con su existencia ni podrán comunicarnos su propio mensaje. No tenemos derecho» (n. 33).

«Posiblemente nos inquieta saber de la extinción de un mamífero o de un ave, por su mayor visibilidad. Pero para el buen funcionamiento de los ecosistemas también son necesarios los hongos, las algas, los gusanos, los insectos, los reptiles y la innumerable variedad de microorganismos» (n. 34).

«Cada territorio […] debería hacer un cuidadoso inventario de las especies que alberga en orden a desarrollar programas y estrategias de protección, cuidando con especial preocupación a las especies en vías de extinción» (n. 42).

Desde una perspectiva general, resulta bastante obvio constatar que con la expresión “casa común” el Papa quiere confirmar, en otras palabras, las reflexiones católicas sobre el concepto de creado que en las últimas décadas han permitido la aparición de una especie de “ecologismo religioso” capaz de conciliarse con la teología y la antropología tradicional. Esta corriente intelectual influyó indirectamente no sólo el pensamiento de los ecologistas, sino también su propia jerga: ¿no es cierto que todos los llamamientos en defensa de la naturaleza y para la salvaguardia del planeta esconden como subtexto que todas las naturalezas e todos los planetas no existirían como conceptos sin una entidad capaz de contemplarlos? Los ideólogos “verdes” de esta manera no se dan cuenta de practicar un antropocentrismo implícito y por eso hay una gran confusión sobre sus propósitos, en especial en cuanto al destino de la humanidad, porque no se intiende si ella debería ser considerada parte del problema o parte de la solución.

El papa Francisco no parecían tener dudas sobre la nocividad de las doctrinas antihumanas o “post-humanas”, especialmente cuando reafirma la apertura a la trascendencia de la concepción cristiana de la naturaleza. Sin embargo él mismo, al intentar un resumen de las más diversas tendencias, a veces corre el riesgo de adoptar la mentalidad de sus oponentes. No es casualidad que después de haber reitarado el llamamiento a una conversión ecológica (nn. 5, 217-220) también sacrificando un poco el estilo («Si una persona […] habitualmente se abriga un poco en lugar de encender la calefacción, se supone que ha incorporado convicciones y sentimientos favorables al cuidado del ambiente» [n. 211]), el Pontífice al final de la encíclica evoca el nuestro camino común «hacia el sábado de la eternidad, hacia la nueva Jerusalén, hacia la casa común del cielo», recordando a los fieles que «la vida eterna será un asombro compartido, donde cada criatura, luminosamente transformada, ocupará su lugar y tendrá algo para aportar a los pobres definitivamente liberados» (n. 243).

Si más allá de los sacrificios diarios impuestos por la Laudato si’ no había una escatología, se correría el riesgo de «transformar la iglesia en una ONG» (como dice el propio Francisco): es por eso que al final triunfa la inspiración religiosa sobre la heterogeneidad de los argumentos y del estilo.

No obstante si esto podría tranquilizar a los católicos, queda por ver si «todos los hombres de buena voluntad» (a los que se dirige Francisco, siguiendo los pasos del Papa Juan XXIII) sean capaces de escuchar ese mensaje. Dado que el Papa se ocupa más de este mundo que del otro mundo, creo que es lícito resumir los dilemas que no tienen respuesta en la encíclica en una pregunta provocadora: ¿Es más católico salvar al panda o dejarlo extinguir?

En realidad no se trata de una simple provocación, porque encontrar una respuesta la más clara posible significaría también expresar su opinión sobre la contradicción que atraviesa toda la Laudato si’, que es precisamente la oposición entre una visión del mundo como hortus conclusus, un espacio limitado con las puertas cerradas a la Providencia, y una concepción del universo abierta a la Trascendencia. El Papa Francisco, para evitar las numerosas paradojas que amenacen la integridad de su mensaje, se sirve con frecuencia de subterfugios retóricos, a veces excediendo los límites autorizados por un documento oficial, como cuando subraya que «nadie pretende volver a la época de las cavernas» (n. 114) y, aunque poniendo de relieve el “antropocentrismo desviado”, en última instancia no puede sino repetir los temas tradicionales de la antropología cristiana: «El ser humano, si bien supone también procesos evolutivos, implica una novedad no explicable plenamente por la evolución de otros sistemas abiertos […],  una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico» (n. 81).

De ello se desprende que el católico debe asumir la responsabilidad de salvar al panda, es decir, dejando a un lado las metáforas, de conservar todo lo que Dios ha otorgado al hombre. Es una extraña reformulación en el sentido católico del leitmotiv de nuestro tiempo («Todo lo que existe merece ser conservado»), la que el Papa exprime cuando señala la tragedia tanto «de la pérdida de algunas especies o de grupos animales o vegetales » (n. 35), que contribuyen a la biodiversidad (prestando especial atención a las barreras de coral, «porque hospedan aproximadamente un millón de especies, incluyendo peces, cangrejos, moluscos, esponjas, algas» [n. 41]), como de las amenazas al «patrimonio histórico, artístico y cultural» (n. 143), lo cual contribuye igualmente a la formación del libro de la naturaleza junto con «el ambiente, la vida, la sexualidad, la familia, las relaciones sociales» (n. 6).

El objetivo final consistiría en un “Gran Salto Adelante” (claramente el Papa no utiliza esta formulación!) «hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo» (n. 83).

Si esta es la tarea asignada al hombre, es difícil creer que no se desarrollan los potenciales de la técnica para llevarla a término. Francisco aborda el problema desde distintas perspectivas: hablando del consumo de energía, por ejemplo, indica la necesidad de «adoptar un modelo circular de producción» (n. 22) y de «desarrollar tecnologías adecuadas de acumulación » (n. 26), pero huelga decir que para hacer esto también es necesario emancipar a la técnica del «paradigma tecnocrático dominante» (n. 112).

A pesar de la vaguedad de los ejemplos del Papa (que se emociona para las «comunidades de pequeños productores» y su «convivencia no consumista»), es permitido deducir que él está sugiriendo una verdadera catolización de la técnica, que de este modo no sería más identificada como “técnica” y perdería su característica de “neutralidad” que le ha hecho hasta ahora (utilizando la expresión de Carl Schmitt) el centro de referencia de nuestra época.

Desde este punto de vista, el «dominio impresionante» (n. 104) de la técnica, una vez orientado al bien, se eliminaría por sí mismo, dejando prevalecer «la forma correcta de interpretar el concepto del ser humano como “señor” del universo», que «consiste en entenderlo como administrador responsable» (n. 116).

Dicho administrador responsable no deberá limitarse a «reconducir todas las criaturas a su Creador» (n. 83) mediante «una mera acumulación de datos que termina saturando y obnubilando, en una especie de contaminación mental» (n. 47), pero, en cierto modo, tendrá que “transfigurarse” en su propia función: ¿Pero no estamos hablando de una apocatástasis?

Si no es así, debemos resignarnos a la idea que la técnica seguía un artificial “camino establecido” y aceptar que se hacen realidad el escenario de una película de ciencia-ficción (en la qual por regla general se muestra lo que el Papa Francisco define «dominio impresionante sobre el conjunto de la humanidad y del mundo entero» [n. 104]).

Tarde o temprano, estas cosas se van a realizar, con independencia de la voluntad humana: aunque el conjunto de las sociedades que llamamos occidentales decidieran “desneutralizar” la técnica, utilizándola con el fin de destruirla consigo misma, se habrán otras potencias que la disfrutarán sin preocuparse de los problemas de bioética.

Podemos imaginar asimismo una evolución positiva de los acontecimientos, pero no podemos olvidar que el famoso “principio antrópico” (que fue aceptado por el pensamiento católico) en su forma final afirma que «un modo de procesamiento inteligente de la información debe llegar a existir en el Universo y, una vez que aparece, nunca desaparecerá» (“Intelligent information-processing must come into existence in the universe, and, once it comes into existence, it will never die out”).

Todavía no ha llegado el momento oportuno para hacer de la Laudato si’ el manifiesto de un transhumanismo católico; sin embargo es difícil no pensar que las generaciones futuras serán capaces de resistir la tentación, parafraseando el título de un conocido libro de René Girard, de llevar a Francisco a su extremo, al menos para que el gemido de la creación no seguirá siendo el suspiro de la especie.

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